Cuantos más años cumplo, más ingenuo soy. Cuando era joven,
entendía mejor los mecanismos del poder e interpretaba correctamente tu figura,
las calles de mi pueblo estaban limpias y la gente era feliz, se había
conseguido la paz social aunque esto sea un instrumento violento, un brazo
ejecutor de la Edad Media
y una mentira del régimen.
Cuando era un chaval estaba convencido de que la
superestructura emanaba de una estructura que rayaba lo divino y de que tu
condición te dejaba completamente a merced de los barreños. En el fondo, pienso
que eres digno de lástima, un mendigo obligado por la más animal de las
necesidades a vender su única fuerza de trabajo y tu único talento: la mentira.
En términos barreños e incluso en términos sociológicos, y siguiendo
un determinismo inmutable, no se te puede culpar de nada. Eres un resorte de tu
ambición personal. Un ejecutor, un explotador y alienador más. Un mandón que
atizas a los tuyos, no los arreas exactamente tú, sino el Estado como se dice
vulgarmente. O, mejor aún, la burguesía financiera. Tú eres más que una metáfora
de carne, la encarnación accidental de un poder corrompido. El atizador real
colocado por el pueblo en un despacho. El enemigo del pueblo eres tú, no
quienes te sacaron de la calle o del campo cuando creyeron tu sarta de sandeces.
Supongo que esta explicación no te sonará bastante convincente
porque no está a tu nivel. Tú sólo cumples tus banales deseos. Las
reclamaciones, al maestro armero. Es un trabajo y, qué cojones, lo haces bien,
eres profesional, tus compañeros te quieren, tus jefes te valoran y te alcanza
para la hipoteca y quince días al año en Egipto con tu amante. Bastante te
costó sacarte el despacho verde, te has ganado ese sitio. A veces, el trabajo
es desagradable, pero, ¿quién no hace cosas desagradables en su trabajo? El
determinismo popular funciona en ambos sentidos al ser un instrumento
gratificante, le quita a uno mucha presión de encima.
Pero yo hace tiempo que no escribo y cada vez comprendo
menos y peor el mundo en el que vivo y, como ya te he dicho al comienzo de este
artículo, cada vez soy más ingenuo y simple. Lejos de sofisticarme, los años me
van quitando capas y soy incapaz de pensar en términos humanos. Ahora, por
ejemplo, sólo puedo pensar en cosas simples como en un árbol o en mis manos,
las mismas con las que escribo. Las mismas con las que trabajo. Porque yo soy
un parado más, como casi todos los españoles. Me dedico a escribir, y escribo
con mis manos. Aunque mi afición se considere intelectual, mis técnicas
telequinesicas aún no son lo bastante fiables como para mover las teclas del
ordenador con la mente, así que me considero un trabajador manual, casi físico.
Mis manos sufren. Hay días que pasan muchas horas en el teclado o en el ratón
del ordenador. A veces, la muñeca me duele de la postura forzada. Creerás que soy
un exagerado, pero mis artículos son unos productos tan manuales como los
tomates que el agricultor recoge del huerto. Concibo mis textos en la cabeza,
pero los escribo con las manos.
Y luego, con estas mismas manos con las que escribo y me
descargo de la vida, hago otras cosas. Hoy, por ejemplo, he cocinado, he picado
verduras en la tabla, he sazonado y aliñado y majado ajo y perejil. Todo con
mis manos en un gesto de amor, porque yo cocino por amor, pensando en el placer
que mi comida va a provocar en quien la pruebe. Con mis manos trabajadoras
también he saludado a mis amigos y me he reído con ellos y otras muchas cosas
que nadie sabe, aunque todos supongan.
Al final del día, fíjate bien en lo que te digo, reinona, sé
que te gusta que te soplen en la nuca: mis manos currantes, mis manos
amenazadas por la lesión del metacarpiano, las que han escrito todos mis
textos, tanto de los que me enorgullezco como de los que me avergüenzo, han
calmado el llanto de mi sobrino. Y con esas mismas manos, muy tranquilo, se lo
he entregado a su madre para que lo acostara.
Me pregunto si tú tienes hijos. Supongo que sí, que estás en
edad de ser padre. Puede que incluso tengas un renacuajo y que anoche, después
de un día extenuante de trabajo, tu mujer te lo tendió para que lo acariciases,
lo desnudases, le cambiases el pañal o lo bañases. Y con tus manos enjabonaste
su cuerpo, y con tus manos lo calmaste cuando se puso a llorar. Tus manos. Esas
mismas manos con las que trabajas, el símbolo de tu charanga, con las que te
ganas el sustento. Esas manos que horas antes sujetaban una porra que
descargabas sobre las costillas de un barreño. ¿Eras tú el que golpea a Los
Barrios? ¿O el que manda a un pueblo al olvido?
Me gustaría que me contases tu secreto. ¿Cómo lo haces?
¿Cómo finges que las manos que acarician a tu hijo no son las mismas que
arruinan a esta Villa? Yo no sé disociarme de esa manera, yo no distingo tanto
el trabajo de la vida. Incluso en mis encargos más rutinarios, aburridos e
impersonales, reconozco mis manos como mías, y sé que son las mismas que
saludan a un amigo. Y me gusta que así sea. Me siento orgulloso de mi afición y
me encanta pensar que, si hay algo noble y bueno en él que aún no lo sé, pero
algo tendrá para que no me sienta avergonzado, esa nobleza se quedará pegada en
la punta de mis dedos, y parte de ella se desprenderá sobre la piel de mi gente.
Me gusta que haya esa conexión especial, me gusta saber que puedo enseñarles
algo a mis conciudadanos, que no les tengo que proteger de mi trabajo, porque
eso sería tan monstruoso como protegerle de mí mismo. ¿Qué le cuentas o qué le
contarás a tu hijo sobre tu trabajo? Cuando te saquen en los periódicos o en
Radio Sol que es símbolo de la independencia y del pluralismo barreño, ¿le
señalarás orgulloso tu actuación? Mira, ese es papá, el que patea al ciudadano
que sangra por la cabeza. Y el de al lado, el que atiza a ese señor con pintas
de profesor jubilado y le acaba de romper las gafas es el tío Miguel, el que te
regaló la plastilina por tu cumple. Qué orgulloso estará tu hijo. Será el más
temido del patio del colegio, nadie le robará nunca el bocadillo, no sea que
aparezca su padre con el escudo y el guardaespaldas.
Yo espero con ilusión el día en que mi hijo entienda en qué
trabaja su padre y le enseñe a alguien un libro mío o un artículo y diga: esto
lo ha escrito mi papá. Todos mis amigos trabajan en cosas de las que pueden
sentirse más o menos orgullosos. En ningún caso avergonzados. Incluso los que
trabajan en cosas que no les gustan. Pueden odiar su curro, pero no les da
vergüenza ejercerlo. No conozco a nadie que se plantee ocultarles la realidad
de su trabajo a sus hijos. Todos bañan y acarician a sus bebés con las mismas
manos con las que se ganan el sueldo. ¿Y tú? ¿De verdad son tus mismas manos?
Sí, de acuerdo, vale, eres un mandado, la obediencia debida, alguien tiene que limpiar la basura de las calles y tal. Pero no creo que el trabajador que de verdad limpia la basura de las calles tenga nada de lo que avergonzarse. Porque gracias a él, la calle está limpia y las ratas no nos transmiten la rabia. Hace, de hecho, un trabajo muy importante y socialmente beneficioso. Pero el tuyo… chico, de verdad, por más que lo pienso, no lo entiendo. Háblame de sociología y de determinismo económico, de estructuras y de superestructuras, de obediencia debida y de que un trabajo es un trabajo, pero eso me lo puedes contar a mí, que he leído todos los tebeos de Snoopy y tengo el intelecto irremediablemente corrompido. ¿Crees que tu hijo lo entenderá igual?
Pues mucha suerte, y enhorabuena por ese trabajo tan bonito
que tú, sí, tú, no la sociedad, no la estructura económica, no el Estado
burgués, sino exclusivamente tú, y tu libre voluntad, has escogido.
Atentamente, Jesús Mena Lanas, un candidato a quien vendes
su futuro.