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lunes, 1 de octubre de 2012

QUERIDO ZOMBI:


Cuantos más años cumplo, más ingenuo soy. Cuando era joven, entendía mejor los mecanismos del poder e interpretaba correctamente tu figura, las calles de mi pueblo estaban limpias y la gente era feliz, se había conseguido la paz social aunque esto sea un instrumento violento, un brazo ejecutor de la Edad Media y una mentira del régimen.

Cuando era un chaval estaba convencido de que la superestructura emanaba de una estructura que rayaba lo divino y de que tu condición te dejaba completamente a merced de los barreños. En el fondo, pienso que eres digno de lástima, un mendigo obligado por la más animal de las necesidades a vender su única fuerza de trabajo y tu único talento: la mentira.

En términos barreños e incluso en términos sociológicos, y siguiendo un determinismo inmutable, no se te puede culpar de nada. Eres un resorte de tu ambición personal. Un ejecutor, un explotador y alienador más. Un mandón que atizas a los tuyos, no los arreas exactamente tú, sino el Estado como se dice vulgarmente. O, mejor aún, la burguesía financiera. Tú eres más que una metáfora de carne, la encarnación accidental de un poder corrompido. El atizador real colocado por el pueblo en un despacho. El enemigo del pueblo eres tú, no quienes te sacaron de la calle o del campo cuando creyeron tu sarta de sandeces.
Supongo que esta explicación no te sonará bastante convincente porque no está a tu nivel. Tú sólo cumples tus banales deseos. Las reclamaciones, al maestro armero. Es un trabajo y, qué cojones, lo haces bien, eres profesional, tus compañeros te quieren, tus jefes te valoran y te alcanza para la hipoteca y quince días al año en Egipto con tu amante. Bastante te costó sacarte el despacho verde, te has ganado ese sitio. A veces, el trabajo es desagradable, pero, ¿quién no hace cosas desagradables en su trabajo? El determinismo popular funciona en ambos sentidos al ser un instrumento gratificante, le quita a uno mucha presión de encima.

Pero yo hace tiempo que no escribo y cada vez comprendo menos y peor el mundo en el que vivo y, como ya te he dicho al comienzo de este artículo, cada vez soy más ingenuo y simple. Lejos de sofisticarme, los años me van quitando capas y soy incapaz de pensar en términos humanos. Ahora, por ejemplo, sólo puedo pensar en cosas simples como en un árbol o en mis manos, las mismas con las que escribo. Las mismas con las que trabajo. Porque yo soy un parado más, como casi todos los españoles. Me dedico a escribir, y escribo con mis manos. Aunque mi afición se considere intelectual, mis técnicas telequinesicas aún no son lo bastante fiables como para mover las teclas del ordenador con la mente, así que me considero un trabajador manual, casi físico. Mis manos sufren. Hay días que pasan muchas horas en el teclado o en el ratón del ordenador. A veces, la muñeca me duele de la postura forzada. Creerás que soy un exagerado, pero mis artículos son unos productos tan manuales como los tomates que el agricultor recoge del huerto. Concibo mis textos en la cabeza, pero los escribo con las manos.

Y luego, con estas mismas manos con las que escribo y me descargo de la vida, hago otras cosas. Hoy, por ejemplo, he cocinado, he picado verduras en la tabla, he sazonado y aliñado y majado ajo y perejil. Todo con mis manos en un gesto de amor, porque yo cocino por amor, pensando en el placer que mi comida va a provocar en quien la pruebe. Con mis manos trabajadoras también he saludado a mis amigos y me he reído con ellos y otras muchas cosas que nadie sabe, aunque todos supongan.

Al final del día, fíjate bien en lo que te digo, reinona, sé que te gusta que te soplen en la nuca: mis manos currantes, mis manos amenazadas por la lesión del metacarpiano, las que han escrito todos mis textos, tanto de los que me enorgullezco como de los que me avergüenzo, han calmado el llanto de mi sobrino. Y con esas mismas manos, muy tranquilo, se lo he entregado a su madre para que lo acostara.

Me pregunto si tú tienes hijos. Supongo que sí, que estás en edad de ser padre. Puede que incluso tengas un renacuajo y que anoche, después de un día extenuante de trabajo, tu mujer te lo tendió para que lo acariciases, lo desnudases, le cambiases el pañal o lo bañases. Y con tus manos enjabonaste su cuerpo, y con tus manos lo calmaste cuando se puso a llorar. Tus manos. Esas mismas manos con las que trabajas, el símbolo de tu charanga, con las que te ganas el sustento. Esas manos que horas antes sujetaban una porra que descargabas sobre las costillas de un barreño. ¿Eras tú el que golpea a Los Barrios? ¿O el que manda a un pueblo al olvido?

Me gustaría que me contases tu secreto. ¿Cómo lo haces? ¿Cómo finges que las manos que acarician a tu hijo no son las mismas que arruinan a esta Villa? Yo no sé disociarme de esa manera, yo no distingo tanto el trabajo de la vida. Incluso en mis encargos más rutinarios, aburridos e impersonales, reconozco mis manos como mías, y sé que son las mismas que saludan a un amigo. Y me gusta que así sea. Me siento orgulloso de mi afición y me encanta pensar que, si hay algo noble y bueno en él que aún no lo sé, pero algo tendrá para que no me sienta avergonzado, esa nobleza se quedará pegada en la punta de mis dedos, y parte de ella se desprenderá sobre la piel de mi gente. Me gusta que haya esa conexión especial, me gusta saber que puedo enseñarles algo a mis conciudadanos, que no les tengo que proteger de mi trabajo, porque eso sería tan monstruoso como protegerle de mí mismo. ¿Qué le cuentas o qué le contarás a tu hijo sobre tu trabajo? Cuando te saquen en los periódicos o en Radio Sol que es símbolo de la independencia y del pluralismo barreño, ¿le señalarás orgulloso tu actuación? Mira, ese es papá, el que patea al ciudadano que sangra por la cabeza. Y el de al lado, el que atiza a ese señor con pintas de profesor jubilado y le acaba de romper las gafas es el tío Miguel, el que te regaló la plastilina por tu cumple. Qué orgulloso estará tu hijo. Será el más temido del patio del colegio, nadie le robará nunca el bocadillo, no sea que aparezca su padre con el escudo y el guardaespaldas.

Yo espero con ilusión el día en que mi hijo entienda en qué trabaja su padre y le enseñe a alguien un libro mío o un artículo y diga: esto lo ha escrito mi papá. Todos mis amigos trabajan en cosas de las que pueden sentirse más o menos orgullosos. En ningún caso avergonzados. Incluso los que trabajan en cosas que no les gustan. Pueden odiar su curro, pero no les da vergüenza ejercerlo. No conozco a nadie que se plantee ocultarles la realidad de su trabajo a sus hijos. Todos bañan y acarician a sus bebés con las mismas manos con las que se ganan el sueldo. ¿Y tú? ¿De verdad son tus mismas manos?

Sí, de acuerdo, vale, eres un mandado, la obediencia debida, alguien tiene que limpiar la basura de las calles y tal. Pero no creo que el trabajador que de verdad limpia la basura de las calles tenga nada de lo que avergonzarse. Porque gracias a él, la calle está limpia y las ratas no nos transmiten la rabia. Hace, de hecho, un trabajo muy importante y socialmente beneficioso. Pero el tuyo… chico, de verdad, por más que lo pienso, no lo entiendo. Háblame de sociología y de determinismo económico, de estructuras y de superestructuras, de obediencia debida y de que un trabajo es un trabajo, pero eso me lo puedes contar a mí, que he leído todos los tebeos de Snoopy  y tengo el intelecto 
irremediablemente corrompido. ¿Crees que tu hijo lo entenderá igual?

Pues mucha suerte, y enhorabuena por ese trabajo tan bonito que tú, sí, tú, no la sociedad, no la estructura económica, no el Estado burgués, sino exclusivamente tú, y tu libre voluntad, has escogido.

Atentamente, Jesús Mena Lanas, un candidato a quien vendes su futuro.

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