Lo que me gusta de los arqueólogos es que son unos cotillas que se presentan bajo dignidades académicas. Escarban en basuras milenarias para saber qué comían y cómo practicaban el sexo nuestros tatarabuelos. Como unas cotorras de escalera, se permiten dudar de las crónicas oficiales sobre las grandes gestas y olisquean y olisquean hasta descubrir los trapos sucios. ¿En qué se diferencian de la portera que susurra: "Sí, dice que le va muy bien después del divorcio, pero se ve que no llega a fin de mes, que sólo lleva latas de sardinas en la bolsa de la basura"? Me encantan los arqueólogos que se sientan en la sala de congresos y, sin descomponer su rostro, afirman: "Según nuestros últimos hallazgos, en el Antiguo Egipto, los escribas defecaban subiéndose las faldas de su túnica y sentándose en un cómodo sillón de madera, mientras que, según indican las hendiduras con formas de dedo gordo halladas en el sector III de las excavaciones, los esclavos defecaban de cuclillas tras unos matorrales llamados matorrum".
Soy fan de los arqueólogos, de verdad, por eso les tomo como excusa para justificar mi tendencia al espionaje cutre. Me digo: esto es arqueología en tiempo real, o antropología, si ustedes lo prefieren. Últimamente, me dedico a practicar mi afición arqueológica en la cola del supermercado, y trato de reconstruir la vida de los vecinos de Los Barrios que tengo detrás y delante a partir de lo que llevan en los carros o en las cestas de la compra. Un paquete de pan de molde o una lata de espárragos pueden ser más reveladores que un tercer grado policial. Mi escáner funciona así: varón, raza blanca (he visto muchas series de polis, así que imito sus descripciones), unos treinta y pico, abrigo largo, pelo corto, afeitado y gafas, bien peinado. Contenido de la cesta: una pizza, un paquete de chorizo , una botella de dos litros de refresco, una barra de pan y un paquete de cuatro rollos de papel higiénico. Conclusión: soltero, no mal situado económicamente, pero tampoco para tirar cohetes por la crisis económica. Vive solo, y dentro de poco sin casa. No le gusta cocinar, lo que puede indicar una pereza máxima o una torpeza sin límites. Tampoco cuida su dieta, lo que denota cierta desinhibición desprovista de ser un metrosexual. Probablemente, un quiero y no puedo, un contenedor de pequeñas frustraciones con cada vez más abundantes canas que se resignan a que la vida es una pizza calentada en el microondas con un vaso de refresco y cualquier programa de televisión que no sea del corazón, probablemente vea los documentales de la 2. Aunque el toque del paquete de chorizo desconcierta un poco. El chorizo habla de la infancia, de bocatas en el parque, de búsqueda premeditada de sabores concretos. Hay una pequeña parte de él que se rebela contra el conformismo gris. Es esa misma parte de él que tuerce el gesto cuando echa en la urna la papeleta del voto o cuando le dice que sí a un jefe que le encarga una tarea ingrata. Esa parte que no le teme al colesterol. O quizá, sencillamente, es que necesita el chorizo para alegrar unos insípidos macarrones, en cuyo caso, estaríamos ante un hombre empeñado en representar un papel con gran exactitud.
Antes de que termine mi análisis, me toca el turno. Sólo llevo unos huevos y un litro de leche que he visto antes de llegar a los huevos. Esta vez sólo he cogido un par de cosas, porque soy el blanco perfecto de los estrategas de mercadotecnia que afinan su puntería ante una pronunciada crisis: no puedo comprar lo que he ido a comprar, y me considero afortunado, porque vivo con mi familia y porque cobro un paro de 400 Euros. Desgraciadamente, hace un mes, a un padre barreño se le denegó una ayuda social porque le faltaba tan sólo 6 miserables días por cotizar, y para colmo, se quedó en paro el 24 de Diciembre del año pasado y desde entonces está en paro. Este es un caso pero hay muchísimos más. ¿Cómo lo habrán pasado en estas Navidades? Hace años, abandonaba el súper cargado de cosas que ni necesitaba ni debía comer ni se me había ocurrido comprar, pero que iba cogiendo casi automáticamente. A veces, hasta me olvidaba de lo que realmente había ido a comprar, y esto repercutía en una pequeña carestía de huevos, aceite o detergente (y sobreabundancia de chocolatinas, yogures de sabores imposibles y anchoas del Cantábrico) que no se solucionaba hasta el día siguiente. Soy un peligro financiero y nutricional. ¿Qué pensarán de mí los de la cola si miran lo que llevo en la cesta?, me pregunto. Probablemente, lo que pensaría cualquiera: menudo gilipollas y qué lento es pagando.
Ah, que se me olvidaba, Feliz Año 2010.
La gente fue cigarra y ahora quiere comerse a las hormigas.
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